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Jue Jun 23, 2011 4:55 am
Por fin era el día. Años y años de trabajo sin descanso, costosos ahorros y altas penurias basadas en el hambre y la sed. Llevaba meses esperando el momento en que sus ahorros, al fin, alcanzaran a ser suficientes para hacer la mayor compra de su vida. Aquello que los distinguiría, que dejaría ver su profesión de la que tan orgulloso estaba. Iba a comprarse una espada. No una cualquiera, una de buena calidad, algo que le durase lo suficiente para podr alcanzar una gran fama con su ayuda. Sería La Espada. A pesar de sus deseos por obtener algo de altísima calidad, al peliazul le sobraba y le bastaba con un arma normal. Tenía cinco mil berries, lo cual no era mucho dinero…un sueldo normal entre cargos decentes. Él no tenía un cargo decente ni un trabajo con un suelto normal, así que le había llevado su tiempo ahorrar tal cantidad de dinero que atesoraba tanto como su propia vida. Si sus cuentas iban bien podría adquirir un buen arma, algo mejor que una simple katana. Las katanas eran primordiales. Eran su arma predilecta y, por fin, tendría una. La armería no tardó en ser alcanzada por el joven peliazul quien, a toda prisa, se adentró en el local y se lanzó hacia el mostrador, sorprendiendo a un adormilado dependiente.

- Disculpe la entrada, pero requiero de una katana, a poder ser decente, ¿podría mostrarme su catálogo?- Sin emitir mayor sonido que un leve suspiro, el dependiente de ancianas facciones y pipa en mano salió del mostrador y señaló con su índice un tonel plagado de armas. El peliazul se acercó a la zona y observó lo que ante él tenía. Varias decenas de armas, todas en buenas condiciones, se encontraban en el tonel. Había tantas que la confusión se adueñó del Espadachín haciendo que dirigiera una mirada al anciano. Este asintió en silencio y tanteó con su diestra las empuñaduras de las armas hasta que, al final, tomó una que tendió al Espadachín. Este observó atentamente el arma. Su longitud era media, su peso ideal, de guardia redondeada y de color gris. La vaina y la tsuka se mantenían de un azul pálido que recordaba bastante a los gélidos orbes del joven. El mando permitía un cómodo uso a una o dos manos y parecía reforzado con acero. Podría detener buenos golpes con dicha parte así como con la vaina, que también se encontraba reforzada. Sin mediar palabras tendió el dinero exacto al anciano que, en silencio, se retiró nuevamente al mostrador.

Envainó y desenvainó el arma, sintiendo como un escalofrío recorría su médula espinal. Por fin podía considerar un Espadachín. Colocó el arma en su cintura, no sin antes atar un delgado cordel azul alrededor del mando, impidiendo su desenvaine. Necesitaría grandes motivos para usar su arma, si no los tendría no pensaba usarla y se bastaría con sus puños y piernas o con la vaina de esta. No mancharía su honor y orgullo de Espadachín. Ni ese día ni ningún otro. Resuelto y decidido, abandonó el local, decidiendo dar un paseo por la ciudad. No todos los días se visitaba Logue Town . Aunque su primera parada sería, sin duda, el Cuartel de la Marina. Tenía mucho que hacer.
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